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Córdoba (España), 21 de enero de 2014. Autor: Antonio Gil, periodista y sacerdote. Cada vez se presta mayor atención a los cumpleaños, quizás por aquello de la fiesta familiar, de la tarta y de las velitas. Probablemente, en deterioro de las onomásticas que acaso se celebren menos porque tienen un sentido más religioso y nos invitan a recordar esa dimensión espiritual que marca nuestras vidas. Es otro síntoma de una sociedad más secularizada. De alguna manera, a todos, los cumpleaños nos desarrollan, pero hay un momento en que comienzan a envejecernos. Y es, entonces, cuando hemos de hablar de la alegría de envejecer.

La plenitud de la vida es algo que sólo se consigue con años de un trabajo realizado con constancia, con coherencia, con amor, buen humor y espíritu de servicio. No es tanto lo que uno ha hecho o ha dejado de hacer sino el corazón y el alma que ha puesto al hacerlo, la huella de autenticidad y valía personal. Dar paso a las generaciones jóvenes es un acto de confianza y, al mismo tiempo, el gesto valiente de ayudar a crecer y asumir responsabilidades. Para que así sea, hay que asumir el envejecimiento como algo propio de la existencia humana.

La vejez sólo es una nueva fase en esta búsqueda de infinito que todo ser humano inicia cuando toma conciencia de sí mismo. Hacerse mayor, aprendámoslo bien, no es sólo alargar años a la vida, sino dar vida a los años, ya que éste es el secreto de lo que podemos llamar la «eterna juventud». ¡Qué bien cuando la gente mayor acoge, ama y valora a los jóvenes ayudándolos a ser lo que deben ser desde el respeto y el amor sincero! ¡Y qué bien si son los jóvenes quienes saben extraer del testimonio de los mayores lo mejor de ellos mismos! ¡Qué bien cuando los mayores son respetados, escuchados, reconocidos como aquéllos que ayudan al equilibrio, la serena sabiduría, la esperanza activa, a una visión de experimentada profundidad! Sencillamente, la alegría de envejecer.

Fuente: Diario de Córdoba

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