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La Habana (Cuba), 9 de febrero de 2016.  La vida en Cuba parece desacelerarse por momentos. El infierno de colas y esperas por cualquier nadería se ha convertido en una circunstancia inseparable de la cotidianidad insular. A veces se pierde más tiempo subiendo a un ómnibus que esperándolo y, una vez arriba, es suficiente echar una ojeada para percibir que los cabellos grises y la endeblez física asoman en la mayoría de los pasajeros.

En tanto los medios de prensa esgrimen con orgullo hueco que en 2020 Cuba será el país más envejecido de América gracias a su elevada esperanza de vida, la realidad del hecho ya nos pisa los talones. Según datos publicados por la Oficina Nacional de Estadísticas, cerca de dos millones y medio de cubanos tienen más de sesenta años, constituyendo el grupo etario más numeroso del país. Si tal cifra es valorada teniendo en cuenta la emigración sostenida de un capital humano y productivo que el país no puede reponer; las reducidas pensiones que se esfuman tras pagar las cuentas domésticas y comprar minucias en el mercado; las paupérrimas condiciones de los hogares de ancianos; el número de familias que no se ocupan debidamente de sus mayores y la escasez de especialistas en Geriatría, no es de extrañar que naufrague el triunfalismo panfletario de los medios masivos y el Ministerio de Salud Pública.

La cobertura mediática sobre el tema se limita a ilustrar el encomiable trabajo que realizan los círculos de abuelos en La Habana Vieja, donde todas las iniciativas pensadas para beneficiar a este sector han corrido a cargo de la Oficina del Historiador. Sin embargo, tras este paraíso de la buena voluntad que se circunscribe a las instancias dirigidas por Eusebio Leal, subyace la triste cotidianidad de los abuelos que viven solos, muchas veces a merced de un cuidador oportunista y maltratador del cual prefieren prescindir aunque deban conformarse con una sola comida al día.

Para estos seres que aguardan su hora en la soledad de un cuarto derruido, haciendo malabares para repartir una pensión de 200 pesos mensuales (8 dólares) entre cuentas del hogar, productos de la canasta básica y medicinas, el gobierno cubano ha diseñado el Sistema de Atención a la Familia, una cadena de comedores como el que aparece en la foto, donde decenas de ancianos acuden dos veces por día en busca de una dieta que consiste en arroz, potaje de chícharos, huevo o masa de croqueta como aporte proteínico, postre a base de mermelada o arroz con leche, y pan.

Este menú se repite cada día del año, a excepción de las fechas festivas. Según afirma Rosa, una jubilada de La Habana Vieja que solía buscar alimentos en esos lugares: “casi siempre tenía que mejorar en mi casa la comida que me daban, agregándole un poco más de sazón o cocinándola de nuevo porque no había quien se la comiera (…) La última vez que fui tuve que botarla cuando llegué a mi casa.” Cada día, frente a estos lugares, aparece un nutrido molote de ancianos que, pozuelos en mano, brindan un penoso cuadro de postguerra. Y todavía hay que aguantar que los spots televisivos y los médicos del patio recalquen la importancia de mantener una dieta rica en fibra, frutas y vegetales. Justamente en Cuba, donde de un día para otro la malanga alcanzó el exuberante precio de 18 pesos por libra, sin que nadie se detuviera a pensar que semejante inflación equivalía a negar, de golpe y porrazo, la alimentación a enfermos y niños pequeños. Tanto los médicos, como el personal del Instituto Cubano de Radio y Televisión y los gobernantes de Cuba saben que no hay salario en este país capaz de costear una dieta balanceada. Pero todos hacen juego -por temor, incuria o conveniencia- a un incoherente sistema de orientación popular que hoy considera imprescindible lo que buenamente no se puede adquirir.

No es de extrañar que muchos de estos ancianos, en condiciones de extrema pobreza o discapacidad, hayan elegido el camino del alcoholismo o la mendicidad. Otros recolectan latas, venden periódicos o piden limosnas a expensas de una mascota, esperando que la simpatía del animal despierte la caridad de los transeúntes.

Lo peor radica en que estos hombres y mujeres viven en la más profunda indigencia; pero la policía no les da tregua, pidiéndoles documentos y permisos para recoger deshechos reciclables, vender maní o periódicos, y expulsándolos de las zonas abarrotadas de turistas para que el escarnio de Cuba no quede expuesto a los ojos del mundo. Mientras el abuso acontece, a pocos pasos de distancia el delincuente de verdad se entrega a su faena calmadamente, pues además de crápula es chivato, y con ello goza de suficiente impunidad.

Los ancianos que aparecen en las fotos viven muy alejados de cualquier proyecto social. Algunos, a falta de domicilio, duermen en los portales de los comercios de la calle Obispo, o al costado de la Catedral. Todos son testimonios vivientes de una revolución vetusta y traicionada. Esa misma revolución que, en el sol moral de los años sesenta, prometió no dejar a nadie desamparado.

Fuente: Cubanet

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