Buenos Aires (Argentina), 6 de enero de 2016. Por Facundo Manes (Neurólogo y neurocientífico, rector de la Universidad Favaloro y presidente de la Fundación Ineco para la investigación en neurociencias).
Envejecer es un desafío. Plantea el reto de capitalizar la incomparable experiencia al combinarla con nuevos saberes. El avance de la educación, la ciencia, la tecnología y los cuidados preventivos nos permiten vivir más y mejor. De hecho, la expectativa de vida se duplicó en apenas un par de siglos. Así como en un período histórico surgió «la adolescencia» como tal, hoy nos hallamos frente una nueva etapa de la vida humana a la que, acaso por costumbre, llamamos «pasiva«, cuando ese tiempo puede -y debe- ser de gran actividad y provecho.
Una de las mayores tendencias sociales de los próximos siglos será el envejecimiento de la población mundial. Se calcula que el número de personas de mas de 60 años llegará a 2000 millones en 2050. Según un informe reciente de la Organización Mundial de la Salud (OMS), por primera vez en la historia la mayoría de la gente puede esperar vivir hasta los 60 años o más. Dentro de 35 años, el número de personas mayores de 60 casi se duplicará. Un niño nacido en Brasil en 2015 puede esperar vivir hasta 20 años más que uno nacido allí hace sólo 50. Para 2020, habrá más personas mayores de 60 años que niños de 5. Y la mayoría de los adultos mayores (80%) vivirá en países de «ingresos bajos y medios«.
En nuestro país, según datos del Banco Mundial, la población adulta mayor pasará del 10,4% al 19,3% en 2050 y al 24,7% en 2100. Hoy la Argentina, junto con Uruguay, Cuba y Costa Rica, está entre los países más envejecidos poblacionalmente de América latina. A diferencia de la mayoría de los cambios sociales que sobrevendrán, esta tendencia es en gran parte previsible y nos da la oportunidad de planificar.
Uno de los elementos más importantes en el proceso de envejecimiento es el potencial (o no) deterioro de las capacidades cognitivas. Distintos estudios indican que los individuos con niveles más altos de reserva cognitiva pueden hacer más lento el proceso de neurodegeneración asociado a la edad. Investigaciones en neurociencias han cuestionado la idea de que el deterioro cognitivo es inevitable y fijo. Aunque se ha reportado que la plasticidad neuronal se reduce durante la llamada «tercera edad«, trabajos recientes han demostrado que esta plasticidad se conserva mucho más de lo que se pensaba. Debemos enfocarnos más, entonces, en la idea de estímulo cognitivo que en la de deterioro.
¿Cómo interviene en ese impacto la circunstancia de la «pasividad» en un cerebro «activo«? La jubilación funciona en el sentido común como un premio merecido al trabajo de toda la vida (de ahí su nombre, emparentado a «júbilo«, «grito de alegría«). La recompensa entonces debería redundar en un beneficio y no un perjuicio para quien la reciba. Sin embargo, según investigaciones, la «pasivización» jugaría un rol fundamental en el proceso de cierto deterioro cognitivo. Se ha demostrado que los incentivos a la jubilación anticipada u obligatoria causan pérdidas importantes de capital intelectual. Esto se da cuando decrece el desafío cognitivo, un elemento indispensable para la salud cerebral de las personas. Por eso, la persona que se jubila no necesariamente debe morigerar el ejercicio intelectual (incluso puede aumentarlo) con relación a la etapa previa. Al contrario, se vuelve fundamental la inversión de parte del tiempo del jubilado en actividades de «mantenimiento cerebral» (lectura, paseos culturales, desafíos intelectuales, etc.) para lograr un envejecimiento cognitivo saludable. Aquellas cosas que se hacían por obligación o rutina laboral pueden interrumpirse, mientras que las que daban gusto deberían conservarse; además, ahora habrá tiempo para dedicarse a aquellas que se querían conquistar.
Lo que hay que evitar, entonces, es » jubilarse intelectualmente«. Un compromiso permanente con la exigencia intelectual sería uno de los caminos más eficaces para el mantenimiento cerebral.
Muchas veces, la carencia de estímulos no está determinada únicamente por la actividad específica que se deja de hacer, sino por el aumento o la disminución de las interacciones sociales y el sentido de autosuficiencia, ambas variables importantes que contribuyen al mantenimiento de la reserva cognitiva. La interacción también es clave para mantener el cerebro en forma.
Si nos concentramos en el efecto general de la pasividad ligada a la jubilación a fin de establecer políticas públicas, hay que tener en cuenta el carácter individual de la decisión de jubilarse. La forma en que se produzca este cambio de situación afecta el estado de ánimo del sujeto y su estabilidad psicológica emocional. Por ejemplo, no es lo mismo que una persona se jubile por propia decisión, habiendo esperado este cambio para dedicarse a un emprendimiento o un pasatiempo postergado, o que lo haga empujada por las normas o la realidad de una empresa que lo reemplaza por un individuo más joven. Esto queda expuesto en el libro De vuelta. Diálogos con personas que vivieron mucho (y lo cuentan bien), de mi colega Diego Bernardini, que tuve el gusto de prologar. En todos los casos, sin embargo, las políticas públicas deben comprender, intervenir y proteger. El marco político del «envejecimiento activo» que promueve la OMS dice que se deben ofrecer salud y seguridad, porque con ellas se logra que la persona mayor sea partícipe de la sociedad y no un sujeto «pasivo«.
Debemos comprometernos con el envejecimiento saludable y generar políticas basadas en la evidencia científica para fortalecer las capacidades de todas las personas. Solo así será posible construir ciudades y comunidades amigas. El envejecimiento es un desafío y una oportunidad para las sociedades. La experiencia y la sabiduría son bienes esenciales que pueden desestimarse (y así se estaría perdiendo un tesoro incalculable) o aprovecharse. El reto es que esa «nueva edad» sea considerada en un doble aspecto: el de protección de las capacidades a partir de desafíos cognitivos e intelectuales novedosos, y el de servicio a los demás a partir de la transmisión de saberes. Las escuelas intergeneracionales, en las que los adultos mayores brindan apoyo, contención y experiencia a los niños y jóvenes, son uno de entre muchos ejemplos posibles. Allí el conocimiento se construye socialmente y el aprendizaje se entiende como un proceso de desarrollo de toda la vida. En Diario de la guerra del cerdo, novela de Adolfo Bioy Casares, se cuenta el antagonismo manifiesto de los jóvenes hacia las personas mayores. Se narra una historia de inmoralidad, pero también de torpeza («matar a un viejo equivale a suicidarse«, escribe el autor).
Resulta indispensable cambiar la percepción social sobre los adultos mayores. Los Estados deben establecer una dinámica que permita brindar los mejores servicios a los jubilados (pagas suficientes y dignas, eficacia de los sistemas de salud, actividades sociales, etc.) y los canales necesarios para que integren redes en donde interactúen no sólo con sus pares generacionales, sino también con niños, adolescentes y jóvenes. Esto se transforma en un círculo virtuoso, ya que esa exigencia genera en los mayores nuevas conexiones neurales; y, en el mismo movimiento, esa sabiduría y esa experiencia enriquecen a las personas jóvenes.
Silvina Ocampo cuenta en «Los retratos apócrifos» que en la infancia le gustaban los viejos, porque cuando miraban «extraían de los más modestos objetos un secreto importante, que tal vez nos comunicaran un día, si los escuchábamos».
Fuente: La Nación