Panamá, 6 de julio de 2014. Por Alberto Valdés Tola. En Panamá, el envejecimiento poblacional es un hecho sociodemográfico indiscutible. Somos actualmente el segundo país en la región centroamericana con una sociedad anciana (el primero es Costa Rica). Sin embargo, y a pesar de esta realidad poblacional, en nuestro país la temática del envejecimiento y la vejez no ha sido tomada en serio por ningún gobierno; por ende, las personas adultas mayores en general (jubilados o no), se encuentran desprotegidas por el Estado panameño, lo cual no sólo significa que sus derechos ciudadanos están siendo lesionados, sino que constituye un factor esencial para la aparición de procesos de vulnerabilidad y exclusión social.
Frente a esta problemática sociodemográfica valdría la pena decir que existe en la sociedad panameña contemporánea una marcada feminización de la vejez. Según los datos censales, en 1990, las personas mayores del sexo femenino eran la minoría demográfica (49.71%) frente a la mayoría masculina (50.29%); en 2000 esto cambia, siendo las mujeres la mayoría (50.61%) y los varones la minoría (49.39%); y, en el 2010, la población fémina amplía su diferencia (51.15%) frente a los hombres (48.85%).
Lejos de ser un capricho demográfico, ya que existen datos que reflejan que hay una mayor natalidad masculina que femenina y, sin embargo, llegan más mujeres que hombres a la etapa de ancianidad o cuarta edad (75 años a más); la feminización de la vejez implica un cambio en el comportamiento poblacional que requiere, no sólo de mayores estudios demográficos en miras de identificar sus posibles incidencias en la estructura social, sino de políticas gerontológicas que permitan garantizar el bienestar social de este segmento de la población adulta mayor.
Género y estilos de vida
Según algunos especialistas en la temática del envejecimiento y la vejez, esta longevidad femenina podría explicarse como una consecuencia latente del modelo patriarcal de sociedad, el cual influye, no determina, que las mujeres tengan estilos de vidas más saludables que el de los varones.
Esta tesis sostiene que mientras que las mujeres, por lo general, adoptan actitudes, hábitos y comportamientos orientados hacia empleos y ocupaciones menos riesgosos (ama de casa, enseñanza, secretariado, etc.), los hombres prefieren realizar actividades más peligrosas, que van desde los vicios hasta trabajos de alto riesgo físico y estresores. Así, si bien este modelo normativo tradicional de roles de género ha influido, directa e indirectamente, en los estilos de vida de hombres y mujeres, generando una mayor o menor esperanza de vida (75 años para los hombres y, 80,7 años para las mujeres), lo cierto es que esta feminización de la vejez es una realidad que tendrá a corto, mediano y largo plazo consecuencias estructurales para nuestra sociedad.
Problemáticas y complejidades
Dentro de las múltiples problemáticas que acarrea la feminización de la vejez, se pueden mencionar tres en particular. Primero, al ser las ancianas más longevas que los viejos, no debe sorprender que existan en la población mayor del país más viudas que viudos (28.69% y, 8.92% respectivamente). Esta situación de soledad obliga a muchas mujeres adultas mayores a tener que buscar dependencia socioeconómica y emocional con algún hijo/a o familiar. Lo cual, no sólo genera una familia extensa, sino además, toda una logística de cuido que afecta y reestructura las necesidades del núcleo familiar.
Segundo, la muy conocida feminización de la pobreza se agrava sustancialmente con la feminización de la vejez, ya que la mayoría de las ancianas no sólo no tienen recursos suficientes (jubilaciones y pensiones irrisorias o, subsidio estatal, como el programa 120 a los 70), sino que estructuralmente se encuentran casi imposibilitadas para acceder al mundo laboral.
Tercero, pero no menos importante, una proporción significativa de ancianas no son beneficiarias o jubiladas o pensionadas por vejez (23.74%), lo que implica que se encuentran desprotegidas de la seguridad social en términos de salud geriátrica. Este hecho es aún más agravante, ya que en estas edades longevas la temática de la salud se vuelve un imperativo en cuanto a la calidad de vida y la misma esperanza de seguir viviendo.
Ambivalencia de los roles sociales en la vejez
A pesar de que de una forma u otra los roles de género tradicionales han sabido subsistir a través del tiempo, cuando se alcanza el epíteto de viejo o anciana todo cambia. Estructuralmente, las sociedades capitalistas basadas principalmente en la producción, han creado históricamente una suerte de cronograma existencial, en donde los individuos son asignados, en términos de status y rol social, en tres etapas marcadas por la edad cronológica. Primero, la infancia, destinada a la educación; segundo, la madurez, orientada al mundo del trabajo y la familia; y, por último, la jubilación o etapa de descanso, la cual se caracteriza por la pérdida de status y roles sociales.
Ahora bien, para estos últimos, esta etapa de ‘rol sin rol’ tiende a crear un imaginario colectivo de mundo sin orientaciones y directrices socio-estructurales para los viejos, en donde son estigmatizados y discriminados por las demás generaciones (principalmente por los jóvenes). Así, la sociedad ha generado un cuerpo mitológico de creencias peyorativas sobre el envejecimiento y la vejez, la cual ha legitimado de una manera u otra la fragilidad social de este grupo etario.
Dentro de esta situación sociológica, la persona adulta mayor de ambos sexos se ve afectada a su vez por el nuevo modelo de sociedad basado principalmente en el consumo de bienes y servicios. Este nuevo orden del mercado, el cual no deslegitima la lógica cronológica tripartita anterior, más si constituye un referente importante para la aparición y sustentación de nuevos roles sociales. De esta manera, hoy por hoy no es extraño observar que viejos y ancianas realicen roles sociales muy similares en el hogar.
La familia, aunque históricamente siempre ha sido el principio y fin de la vida de muchas mujeres (esfera privada) en la contemporaneidad se ha transformado en el principal centro existencial también de los viejos varones. Por ende, no es atípico observar a muchos de estos realizar labores hogareñas como el cuido de sus nietos. Por otra parte, la vida pública de las ancianas se ha incrementado, siendo muchas veces éstas las que a pesar de su edad realizan trabajos para ayudar en el seno familiar o, asumen otras responsabilidades algo alejadas al modelo patriarcal definido para ellas (amas de casa, etc.).
Esta ambivalencia en los roles sociales de la persona adulta mayor, según el demógrafo y sociólogo español Julio Pérez Díaz, ha sido el producto inevitable de un mundo envejecido constituido por mujeres ancianas y, por otra parte, sugiere que existe una dicotomía generacional en donde lo masculino tiene que ver más con la juventud y la madurez, mientras que lo femenino con la etapa de vejez de los seres humanos. Ahora bien, se entiende lo masculino como ámbito público (mundo del trabajo, la participación, etc.), mientras que lo femenino como esfera privada (la familia, la enseñanza, etc.). Aunque parezca extraño, ya en el siglo XIX pensadores sociales como Georg Simmel planteaba la idea de que la cultura femenina podría construir realidad social (cultura objetiva), siempre y cuando exaltara su particular universo imaginario sobre la sociedad y lo masculino. Por el momento, esta hipótesis Simmeliana parece estar dibujándose en el siglo XXI, mientras se va desvaneciendo, no lo masculino como tal, sino las barreras estructuradas por sus premisas patriarcales.
Bienestar social para las ancianas
Así, se evidencia que la sociedad panameña no sólo se encuentra en pleno proceso de envejecimiento, sino que un segmento importante de su población femenina se encuentra excluida del bienestar social. Lo que debería llevarnos, irremediablemente, a preguntarnos si debemos como sociedad incidir en esta problemáticas socio-estructurales por medio de una política gerontológica integral, que sirva de nexo dentro de las complejidades específicas del envejecimiento y la vejez o, en cambio, relegamos, el cuido de nuestras ancianas a familiares o allegados.
Mientras reflexionamos a este respecto, recordemos que las personas mayores no son residuales, sino ciudadanos con derechos sociales. Lo que significa que el istmo, como sociedad moderna y democrática, tiene la obligación de constituir un escenario propicio y solidario para que nuestras ancianas no se vean reducidas a la miseria más humillante, a los avatares de la incertidumbre y, a la negligencia de la inhumanidad.
De esta forma, al igual que han realizado otras sociedades envejecidas del contexto latinoamericano, como la costarricense, la uruguaya y la cubana, debemos como sociedad apostar por un Estado inclusivo para nuestras ancianas, el cual les proporcione un adecuado bienestar social focalizado a sus necesidades particulares.
Fuente: La Estrella