Ciudad de México, 19 de febrero de 2014. Autor: Carlos Santamaría Ochoa. Cuando entramos en la última etapa de la vida, nada hay más difícil que reconocer que no se tienen las cualidades y habilidades de antaño. La memoria, por ejemplo, comienza a hacer malas pasadas entre otras cosas, y el cuerpo se mueve en forma cada vez más lenta, lastimosa a veces, porque es un proceso natural.
Hay quienes comenzamos a trabajar mucho muy jóvenes y tenemos el tiempo para jubilarnos en años en que se puede aún aprovechar mucho de esta vida; otros, sin embargo, no tuvimos esa posibilidad, y es por eso que vemos a nuestros queridos “viejitos” aún trabajando, buscando llevar el pan a casa a través de oficios que dejan mucho que desear en una sociedad que se jacta de respetar los derechos de ellos, los ancianos, los adultos mayores, o como se les quiera nombrar.
La diputada Aida Zulema Flores presentó una iniciativa para reconsiderar la ley que proteja a los adultos mayores en sus derechos básicos.
Se podría comenzar con las viudas de muchos trabajadores que reciben pensiones mensuales que oscilan entre los mil y 1500 pesos, suma con la que se puede hacer un poco de nada y nada más. Insultantes pensiones tiene el sistema oficial para quienes durante toda su vida entregaron su talento y fuerza de trabajo.
Hemos visto en tiendas de autoservicio a los abuelitos empacar nuestra mercancía: 3 o 4 horas de pie, aguantando todo tipo de tratos: desde los más cariñosos, comprensivos y humanos, hasta de esas personas déspotas que creen que el dinero de estos años de fortuna laboral les durará toda la vida, y se creen con derecho para humillarlos.
Hay quienes nunca tuvieron oportunidad de nada en la vida, y por cuestiones de suerte y oportunismo lograron un empleo en la administración gubernamental: los nuevos ricos son los que más mal tratan a nuestros abuelitos.
Ellos merecen un trato mejor: respeto a sus años vividos y experiencia, pero sobre todo, la comprensión, principalmente, de quienes estamos cerca de ellos.
Cuántos no sufren la humillación de los propios hijos diariamente, y tienen que aguantar frases hirientes y sentirse como un estorbo familiar, un objeto que no tiene sentimientos ni vida propia.
No es válido, por ninguna manera, denostar a nuestros ancianos.
La calidad de vida de los adultos mayores se ha visto abandonada por muchos factores e instancias, y no nos parece justo: nos olvidamos que todos, absolutamente todos, vamos para ese camino, y seremos viejitos tarde o temprano, y no será nada agradable recibir malos tratos de nuestros propios familiares y de una cruel sociedad que olvida el esfuerzo que se entregó por años.
Los que tienen pensiones para morir de hambre, sufren las consecuencias de un sistema injusto, pero hay quienes no tienen ni eso y deben buscar una moneda para comprar un taco y algo de beber; la justicia no ha sido muy equitativa con nuestros abuelitos y lo sabemos.
Es por ello que tiene una gran importancia el hecho de que se establezca por ley la protección para ellos. Sin embargo, no se trata de que sea únicamente un ordenamiento legal sino un acto de conciencia humana.
Hemos sabido de casos de ancianos abandonados por los suyos que mueren solos, en una caída o algo por el estilo, y tienen días de terrible agonía, solos, en su casa, que no puede llamarse ya hogar.
Necesario pues, se torna voltear un poco hacia ellos y procurarles una vida digna al menos en los últimos calendarios de su existencia.
Todos somos parte de la vida de estos adultos mayores, nuestros queridos e inolvidables abuelitos, y tenemos el deber cívico de estar siempre con ellos, acompañando cada uno de sus minutos de vida.
Hagamos un acto de conciencia personal y ayudemos a que esta ley se lleve a la práctica, que sea justa en todos sentidos y no como otras que tienen todo menos equidad.
Los adultos mayores, los viejitos, nuestros abuelitos merecen toda la consideración del mundo, y todos lo sabemos. Quien diga ignorarlo miente con toda su alma.
Fuente: La Capital