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Buenos Aires (Argentina), 8 de octubre de 2013. Por Ana Muñoz Álvarez. La esperanza de vida mundial en 1950 no superaba los cincuenta años. Hoy, un recién nacido vivirá hasta los setenta. Aunque la esperanza de vida de ese niño dependerá de la zona del mundo donde le toque nacer. Mientras que en África supera por poco los cincuenta años, en Europa o América del Norte llega a los 75 años. Las desigualdades son profundas, pero las agencias internacionales alertan que tanto en el Norte como en el Sur, la población está envejeciendo a pasos agigantados.

En el mundo, más de seiscientos millones de personas superan ya los 65 años y Naciones Unidas prevé que en el año 2050 la cifra se acerque a los dos mil millones de personas de más de 65 años, un 21% de la población. Es uno de los desafíos más importantes en este siglo XXI. El envejecimiento acelerado de la población mundial traerá problemas en las arcas de los Estados, que tendrán que invertir más en sanidad y en recursos específicos para los mayores.

El envejecimiento afecta a toda la sociedad que tiene que esforzarse en impulsar la integración activa de estas personas. La persona ha conseguido su desarrollo y debería ser una fase de la vida plena, productiva, creativa, independiente y llena de afectividad. Sin embargo, las personas mayores suelen estar discriminadas y ser excluidas de la participación en la toma de decisiones.

El culto a la imagen y al cuerpo ha provocado que la percepción de la ancianidad sea especialmente negativa. “La arruga ha dejado de ser bella”.

Los mayores son relegados al último puesto en las familias y, en algunos casos, incluso maltratados. Según algunos estudios realizados en Gran Bretaña, Estados Unidos y Australia, entre el 3% y el 5% de los mayores de 65 son maltratados por sus familias. Situaciones inimaginables en culturas clásicas donde el anciano era identificado con la sabiduría y la experiencia.

El nuevo papel de la mujer en la sociedad y las formas de vida modernas han transformado la situación de los mayores. Las mujeres han sido desde siempre las protagonistas del cuidado de la familia. Hoy, esta actividad se hace incompatible con las largas jornadas laborales que tienen que cumplir. Así, los mayores dejan de ser atendidos por sus hijos y nietos y pasan a manos más o menos profesionales: enfermeras privadas, residencias geriátricas o en el servicio doméstico, en su mayoría inmigrante.

Los adultos mayores demandan espacios de participación para que sus demandas sean tenidas en cuenta en la toma de decisiones

Además de los problemas de salud que acarrea el envejecimiento, el problema más importante de nuestros mayores es la soledad. En un país como España, más de un millón de personas de más de 65 años viven solas. Muchos de ellos, no reciben visitas de sus familiares y no pueden salir sin compañía. La llegada del verano, cuando se supone que hay más tiempo para dedicar a los otros, empeora la situación de los mayores, cuando el número de ancianos solos se triplica. Las familias se marchan a sus lugares de vacaciones y se olvidan de los abuelos. Otros son abandonados en las urgencias de los hospitales.

Las poblaciones en países emergentes y en los empobrecidos también han envejecido a gran velocidad. La transformación que en las sociedades más ricas ha llevado hasta cien años, en los otros, se va a producir en 25 años. En la actualidad, más de 50% de los mayores viven ahí.

Quizás sean ellos los que tengan que exportar un nuevo modelo de sociedad donde todos tengan un hueco y la exclusión por cuestiones de edad no exista. Para ello, hay que promover el diálogo intergeneracional y recuperar el papel del anciano, como voz del conocimiento y la experiencia.

En los llamados países “subdesarrollados” la figura del anciano aún mantiene las connotaciones clásicas. Es una persona respetada dentro del grupo, a la que se escucha y se pide consejo. En este sentido, mucho nos queda aún por aprender.

Fuente: Argenpress

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