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Buenos Aires (Argentina), 11 de marzo de 2014. Por Nora Bar. Basta con una charla al paso entre amigos para caer en la cuenta de que ya casi no hay quien no tenga un familiar muy longevo cuyos recuerdos se desvanecen en las brumas del tiempo, que se pierda por el barrio, sea capaz de echarle detergente a la comida o exhiba cambios de conducta que desconcierten.

Estos trastornos, demencias vinculadas con la vejez avanzada que eran prácticamente inexistentes hace algunas décadas, motivaron recientemente una cumbre del G-8 en la que se lanzó un llamado a aunar esfuerzos para acorralarlos. El tsunami que los representantes del grupo de países desarrollados ven en el horizonte es un cuadro apabullante para los pacientes y desgarrador para sus allegados. Su origen biológico desorienta a los investigadores y amenaza con hacer naufragar los presupuestos de salud pública.

Según estudios de la organización sin fines de lucro Alzheimer’s Disease International, las demencias afectan hoy a 44 millones de personas en todo el mundo, y la cifra podría triplicarse hacia 2050, con la mayoría de pacientes en países de bajos ingresos.

«En términos de una cura, o incluso de un tratamiento que pueda modificar la enfermedad, estamos con las manos vacías», reconoció con dramatismo Margaret Chan, directora general de la Organización Mundial de la Salud (OMS), durante la reunión que instó a movilizar todos los recursos posibles para dar batalla a estos trastornos.

Según explica Julián Bustin, jefe de la Clínica de Gerontopsiquiatría del Departamento de Psiquiatría del Instituto de Neurología Cognitiva (Ineco) y profesor asociado del Departamento de Neurociencias de la Universidad Favaloro, se calcula que el 1% de las personas de más de 65 años desarrollará mal de Alzheimer y que, luego, esa cifra se duplica cada cinco años.

El 10% de los que muestran deterioro cognitivo leve (un déficit detectable en los tests neuropsicológicos, pero que no interfiere en las tareas diarias) avanzarán hacia el Alzheimer u otras demencias.

El síntoma más típico de este mal neurodegenerativo, observado por primera vez por Alois Alzheimer en 1906, es la pérdida de memoria. Se asocia con la acumulación en el cerebro de una proteína llamada «beta amiloide» y la presencia de «ovillos neurofibrilares» (conglomerados anormales de proteínas dentro de las neuronas), y comparte con otras demencias (como la de Pick, también asociada con la edad) la atrofia de distintas regiones del cerebro y la enfermedad vascular.

Sin embargo, a pesar de que se avanza en el estudio de los procesos neurobiológicos vinculados con la patología, los especialistas no logran ponerse de acuerdo sobre si estas observaciones son efectivamente su causa. «Se cree que, a medida que el amiloide y los ovillos neurofibrilares se van acumulando, van atrofiando las zonas del hipocampo y de la corteza cerebral. Y cuanta más atrofia, más muerte neuronal -dice Bustin-. Sin embargo, se ha visto que cerebros con mucha atrofia no muestran los síntomas clásicos. Por eso, cuando medimos biomarcadores no podemos saber sin lugar a dudas si esa persona efectivamente va a expresar la demencia. Lo que sí sabemos es que, en los pacientes que los padecen, estos trastornos empiezan a producirse 15 años antes de que se manifiesten problemas cognitivos.»

Es más, según explica Norman Relkin, director del Programa de Trastornos de Memoria del Weill Cornell Medical Center, el 30% de las personas de más de 70 años que son cognitivamente normales también presentan anormalidades en las imágenes cerebrales.

«A medida que nos hacemos más viejos, un número de individuos que nunca desarrollarán el Alzheimer tienen placas amiloides -dice Relkin-. Por eso, precisamente, las imágenes cerebrales que muestran estas placas no fueron aprobadas como método de diagnóstico.»

El diagnóstico de las demencias todavía debe hacerse sobre la base de síntomas de más de seis meses de duración. Los biomarcadores (las proteínas o mutaciones genéticas asociadas) están aumentando la certeza, pero no alcanzan a ser concluyentes.

«Tenemos tests que pueden estratificar el riesgo; es decir, saber si alguien tiene un 10, un 30 o un 60% de probabilidades de desarrollar Alzheimer -agrega-. Podemos pronosticar, pero no predecir, al menos en un individuo determinado. En cambio, sí podemos predecir en una población: si tenemos mil personas, sabemos con bastante certeza que si todos tienen placas amiloides, poseen el gen ApoE4 y un alto nivel de proteína Tau en su líquido cefalorraquídeo, el 78% lo va a padecer.»

Dada su frecuencia, cabe preguntarse si las demencias son un efecto colateral, pero «normal», de la vejez. «La definición de «normalidad» y de «enfermedad» cambia con el tiempo -afirma Relkin-. Por ejemplo, en el siglo XIX, las personas que tenían hemocromatosis (producción excesiva de hierro) tenían una ventaja competitiva, porque las hemorragias eran una causa frecuente de muerte y todavía no se había desarrollado la transfusión sanguínea, de modo que la gente con esta mutación genética vivía más. Pero ahora estos individuos que tienen depósitos de hierro en el hígado y los riñones mueren prematuramente. Lo que era una ventaja se transformó en una enfermedad. A principios del siglo XX pocos vivían más allá de los 55. La declinación cognitiva era un fenómeno raro. Personalmente, creo que vemos el cerebro en desarrollo hasta los treinta o cuarenta años. Incluso en los sesenta y pico hay modificación en los circuitos cerebrales. Después, la mayoría de los cambios van en la dirección opuesta. Desde el punto de vista científico, no es lo mismo el Alzheimer que el envejecimiento normal, pero hay puntos de contacto. Por eso, hay razones para preguntarse si todos estamos en riesgo. O si se trata de algo en lo que podemos intervenir y que podemos cambiar.»

Precisamente uno de los que piensan que se puede hacer mucho para prevenir estos cuadros es el doctor Vladimir Hachinsky, presidente de la Federación Mundial de Neurología.

«Las demencias no son inevitables –asegura Hachinski, que también preside el grupo de trabajo de la Alianza Mundial del Cerebro, creada en Ginebra en 2011-. Autopsias en 6205 pacientes muestran que todas tienen un componente vascular, desde el 60% en la frontotemporal al 80% en el Alzheimer. Si se eliminara este componente (controlando la hipertensión, manteniéndose física y mentalmente activo, respetando dietas bajas en sal y azúcar), se podría disminuir mucho la probabilidad de desarrollar este último mal. Sin embargo, en ninguna parte del mundo se hizo un estudio aleatorizado controlando los factores de riesgo para prevenir el deterioro cognitivo.»

Una dosis de optimismo

«El riesgo de demencia en personas que tienen cambios típicos de enfermedad de Alzheimer en su cerebro (confirmados por anatomía patológica) aumenta un 90% si además tienen lesiones vasculares (infartos o microinfartos) -detalla el neurólogo Luciano Sposato, investigador argentino que trabaja en el Departamento de Ciencias Neurológicas de la Western University, en London, Canadá, y que acaba de publicar en Brain, junto con Hachinski, un trabajo sobre la prevención de demencias-. Éste es uno de los principales factores que nos llevan a ser optimistas, porque si podemos eliminar el 100% del componente vascular, su frecuencia debería disminuir en forma drástica. Además, ahora se sabe que ciertas enfermedades aumentan significativamente la probabilidad de padecer Alzheimer. Una de ellas es la fibrilación auricular, que aumenta el riesgo en un 32%, incluso en pacientes que nunca tuvieron un ataque cerebral.»

La buena noticia es que distintos estudios longitudinales revelan que la incidencia de las demencias podría estar descendiendo. Un trabajo realizado en Rotterdam entre 1990 y 2000 descubrió que allí bajó de 6,56 cada mil personas/año a 4,92.

«Suele olvidarse que, como ya decía Ramón y Cajal, entre todos los órganos, el que mejor se conserva es el cerebro –dice Hachinski-. Hay menos diferencia entre el lenguaje de una persona de 25 años y una de 85 que entre sus musculaturas.»

Los estudios en centenarios que se encuentran en buena forma encontraron que el denominador común es que son físicamente activos, optimistas y tienen una buena red social. «El amor es muy importante -apunta Hachinski-. Los casados tienen menos demencia que los que viven solos.»

E insiste con una nota esperanzadora: «Si se controlan los factores de riesgo, las proyecciones que estiman que habrá una triplicación de las demencias en las próximas décadas pueden ser demasiado pesimistas. Estamos en el amanecer de una nueva era en la prevención de las demencias y hay algunos que atisban el sol antes de que otros lo vean. El alba llega después de la parte más oscura de la noche».

Una proteína misteriosa

Todavía se desconoce si la proteína beta amiloide, acusada de instalar el mal de Alzheimer, cumple otro papel en el organismo.

«No sabemos lo que hace, pero hay teorías -explica Relkin-. Creemos que su producción es más alta durante el día, cuando las neuronas están activas, y que se elimina durante la noche, cuando dormimos.»

Una posible conexión entre el Alzheimer y los desórdenes del sueño podría ser que aquellos que lo desarrollan tienen sistemas menos efectivos de limpieza de amiloide en sus cerebros y eso permite que haya más depósitos.

Otra hipótesis dice que los agregados no sólo se adhieren a las células, sino que las invaden como bacterias. Y otra, que la placa amiloide actúa como un antibacteriano en el cerebro. «En suma -dice Relkin-, no sabemos la respuesta. Pero es una pregunta importante porque una de las nuevas líneas de investigación es no atacar los depósitos, sino su producción. Una nueva clase de drogas, los inhibidores de la beta secretasa, pueden reducirla en un 90%. Y si la beta amiloide juega un rol importante en el cuerpo, inhibirla sería un problema.»

Fuente: Gerontogeriatría

Para más información visita nuestra sección «Alzheimer y otras demencias».

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