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Madrid (España), 7 de abril de 2015. El aumento de la esperanza de vida y las ínfimas tasas de fecundidad abocan a España a un paulatino envejecimiento de la población que transformará radicalmente la estructura social y que situará el Estado del Bienestar ante el peligro de quiebra. Que los españoles vivamos más tiempo es una excelente noticia. Que ocurra sin afrontar las previsiones que comporta un cambio demográfico de este calado, supone un grave riesgo que hace peligrar la cohesión social. La radiografía del envejecimiento en España pone de manifiesto la envergadura de un reto que exige una estrategia nacional para revertir la tendencia o, al menos, sentar las bases de una política que no descuide la mejora de la atención sanitaria, la prevención de patologías vinculadas a la vejez y la educación para adoptar hábitos de vida saludable. Todo ello sin orillar el imprescindible debate alrededor del impacto económico de un proceso cuyo núcleo estriba en la actualización del sistema de pensiones.

España es uno de los países más envejecidos del mundo. El país perderá nada menos que 5,6 millones de habitantes en los próximos 50 años, momento en el que los mayores de 65 años representarán el 40% de la población. La esperanza de vida es ahora de 80 años en los hombres y de 85 años en las mujeres. En 2064, de mantenerse la tendencia actual, superaría los 91 y acariciaría los 95 años, respectivamente. El saldo migratorio tampoco compensa el bajón de la natalidad, mientras el proceso se agudiza en el medio rural debido a la longevidad de buena parte de sus habitantes. El resultado es un desequilibrio de la pirámide de población, que se adelgazará por la base (niños) mientras crecerá de forma galopante por la parte superior (ancianos).

A la falta de una política decidida para aumentar la natalidad se suma la necesidad de favorecer el encaje laboral de la creciente población de edad avanzada sin taponar las oportunidades de futuro de los jóvenes. Para lograr este objetivo será imprescindible poner en marcha esquemas flexibles -prolongar la vida laboral no significa necesariamente mantener una jornada de ocho horas- que ahora mismo no se contemplan en España. El mercado de trabajo gana en vigor con el empuje de la juventud, pero no puede permitirse el lujo de expulsar a veteranos, en plena madurez vital y profesional, que ronden los 60 años. Especialmente lacerante resulta esta realidad teniendo en cuenta que, fruto de la depresión económica, muchas de estas personas se han visto obligadas a abandonar la búsqueda de empleo por la exigencia de cuidar de los mayores dependientes, lo que ha tenido especial impacto entre las mujeres. Urge movilizar recursos en el ámbito de la dependencia con el fin de no profundizar en la brecha de la desigualdad.

Las consecuencias de tener una población más envejecida, dependiente y con pocos hijos también alteran por completo las perspectivas alrededor de la Seguridad Social. La modificación de las políticas de inmigración y la revisión a la baja de las prestaciones sociales se antojan dos secuelas inevitables de este acusado cambio de tendencia. El Gobierno decidió en 2010, de forma improvisada y sin consultar a los expertos, elevar progresivamente la edad de jubilación hasta los 67 años en 2027. El actual Ejecutivo no ha encarado una verdadera acción integral, consensuada y con peso, destinada a preservar la protección social sin ignorar las perspectivas que apuntan a un colosal desafío demográfico.

Fuente: El Mundo

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