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Valencia (España), 26 de mayo de 2015. Por Julio Tudela, Observatorio de Bioética de la Universidad Católica de Valencia. El incremento en la esperanza de vida de la población mundial, debida al incremento en la calidad de vida, los medios higiénico-sanitarios al alcance de cada vez más personas, y la labor de prevención que se extiende progresivamente, plantea nuevos y serios desafíos ante los que deben ofrecerse respuestas proporcionadas.

La mayor longevidad lleva asociada también un incremento en la morbilidad con respecto a otras fases de la vida. En el anciano, frecuentemente se manifiestan como pluri-patologías, que complican la situación de discapacidad y dependencia propias de la vejez.

El afrontamiento desde una perspectiva adecuada de este problema requiere  de sólidos principios éticos que permitan tratar a los ancianos y discapacitados como personas en todas sus dimensiones, esto es, respetando si dignidad, proporcionando los medios humanos y materiales proporcionados a sus necesidades físicas y psicológicas y también facilitando el acompañamiento espiritual que les permita asumir la soledad, la dependencia, la propia discapacidad y el acontecimiento de la muerte desde una perspectiva de sentido, que alivie sus sufrimientos y abra su esperanza a la trascendencia.

La dignidad del anciano y el discapacitado

La sociedad posmoderna experimenta a menudo un proceso distorsionador del concepto de dignidad humana. La influencia de las tesis utilitaristas y la ética hedonista deja poco o ningún espacio para el tratamiento y atención del discapacitado o el anciano.

Con frecuencia dignidad y utilidad aparecen como conceptos íntimamente relacionados, de modo que no es concebible el primero sin el segundo. Parece que son la productividad -fundamentalmente económica- y el nivel de autonomía –aplicado en todos los sentidos- lo que ofrecería el nivel de dignidad personal que podría atribuírsele a alguien.

Un anciano es cada vez más dependiente y menos productivo, lo que supondría –si seguimos las tesis anteriores- una gradual pérdida de dignidad que lo haría menos merecedor de los recursos que se destinan a su atención médica y psicológica, rehabilitación, asistencia diaria y acompañamiento espiritual.

Desgraciadamente este no es un fenómeno nuevo de nuestra sociedad  posmoderna, y encontramos tristes antecedentes donde el hombre se abroga la autoridad de decidir quién tiene dignidad y quién no, favoreciendo a los primeros y penalizando, esclavizando o eliminando a los segundos.

Pero si bien no es nuevo, si resultan nuevas las dimensiones en que se presenta este fenómeno, lo que supone un desafío ante el que no podemos permanecer inmóviles.

Ser digno siendo o no productivo –económicamente, se entiende- es lo propio del ser humano. Ser digno siendo o no dependiente, incluso totalmente dependiente, es propio de la persona. Por tanto, contemplar la persona humana como sujeto de dignidad más allá de sus condiciones físicas, psíquicas o espirituales, es lo contrario de lo que propone el utilitarismo o el hedonismo.

Productividad, utilidad y nivel de confort, postulados de la sociedad posmoderna, convierten en enemigos a los ancianos y dependientes. En este marco cobran fuerza las tesis que propugnan la eutanasia, la eugenesia y la marginación social.

De igual modo, no son pocos los ancianos que, haciendo suyas estas tesis, tratan de vivir como si no lo fueran, esto es, esculpiendo su fisionomía para simular la juventud de otros tiempos, adoptando eslóganes que incitan al “dinamismo” en la vejez, promoviendo artificialmente una fertilidad y maternidad tardías, más bien anacrónicas, e incluso viéndose empujados a vivir aventuras de juventud, como una forma de fingimiento de lo que no se es.

Sin embargo debe reivindicarse la ancianidad como una etapa, la última etapa de la vida, que ofrece una riqueza propia, no inferior a la de otras etapas, pero con características diferenciadas.

Precisamente en la vejez  se dan las circunstancias propicias para descubrir el valor de la vida humana al margen de su capacidad productiva, cliente del consumismo o víctima del hedonismo.

El anciano es persona, más sabia de lo que era y con una perspectiva nueva más próxima a la mirada hacia la trascendencia. Y esto que el anciano tiene oportunidad de valorar en su vejez, resulta paradigmático para el resto de la sociedad. El anciano y dependiente visibilizan el verdadero valor de la existencia más allá del consumismo, la productividad o la búsqueda del placer.

Pero este valor no es patrimonio de la ancianidad, sino que la sabiduría, el sosiego en el juicio, la perspectiva que da la experiencia y la necesidad de ofrecer respuestas a las preguntas fundamentales de la existencia: qué soy, para qué soy, a dónde voy, porqué sufro…,  suponen una riqueza para todo ser humano, que el anciano hace presente con su forma dependiente y limitada de existir.

Puede definirse pues esta etapa como un tiempo profético para todo ser humano, que puesto frente al destino de su existencia, es interrogado acerca del sentido de su vida, de la jerarquía de sus valores y de la urgencia o no de sus reivindicaciones.

La ancianidad deja al descubierto la profundidad del ser persona, que desprovista de ataduras consumistas y obsesiones placenteras, se pregunta en su soledad sobre su destino y el sentido de su existencia.

El cuidado médico en la ancianidad

El aumento de la esperanza de vida en los ancianos está modificando el entorno de atención médica que necesitan. Vivir más conlleva prolongar los periodos de dependencia e incrementar la probabilidad de que aparezcan nuevas patologías crónicas que complican su atención y requieren la dedicación de importantes recursos por parte de los sistemas sanitarios.

Las patologías vasculares, hipertensión, otros problemas cardiovasculares, anemia, dificultades en la visión, la audición, pérdida cognitiva, especialmente de la memoria, ansiedad y depresión, complicaciones relacionadas con la diabetes, la obesidad y el tabaco, configuran el marco de pluripatologías que el personal sanitario especializado deberá de afrontar en el tratamiento del anciano.

Los casos de demencia resultan crónicos y progresivos en un 30 % de los afectados, y solo un 10 % resulta reversible.

La enfermedad de Alzheimer representa una de las causas más significativas de demencia en la vejez, así como de muerte en las personas de más de 65 años de edad.

En Italia los casos de ictus representan la segunda causa de demencia en la población en general y la tercera causa de muerte, tras enfermedad cardiovascular y cáncer. Los pacientes que sobreviven a estos eventos manifiestan distintos grados de discapacidad que los hace totalmente dependientes de un cuidador. Esto supone un cambio radical en sus vidas, que no les permitirá volver a desarrollar sus funciones habituales con normalidad.

El diagnóstico rutinario de las deficiencias cognitivas en los ancianos debe promoverse para mejorar su tratamiento y evolución. La fisioterapia supone un eslabón fundamental en la cadena de cuidados para estos pacientes, y debe coordinarse adecuadamente con el resto de intervenciones pluridisciplinarias que será necesario adoptar.

Estas situaciones de enfermedad crónica suponen un desafío no solo para los clínicos que deben tratarlas, sino también para los cuidadores, familiares o profesionales, que necesitarán un apoyo y formación psico-emocional que les permita afrontar situaciones muy difíciles y que pueden prolongarse en el tiempo, en las cuales el anciano o discapacitado vea atendida como merece su dignidad de persona, mediante un acompañamiento, soporte clínico y apoyo espiritual adecuados.

El equilibrio que se hace necesario en la manera de atender al anciano y discapacitado, hace imprescindible una excelencia en la calidad de estos cuidados, lo cual implica un ejercicio exhaustivo de la práctica asistencial y una atención a la complejidad antropológica del paciente, en sus dimensiones física, psicológica y espiritual.

La gestión de los recursos

De lo anterior se deduce que la adecuada gestión de los recursos disponibles se torna un principio clave en la atención del anciano y discapacitado. La creciente disponibilidad de métodos de diagnóstico y tratamiento junto a la mayor demanda por parte de los pacientes de intervenciones que mejoren o alivien su estado, dispara en muchos casos los gastos asistenciales.

Una gestión racional, que no malgasta pero tampoco escatima en lo que la dignidad personal de estos pacientes requiere para su cuidado, como personas tan merecedoras de estos cuidados como las sanas o autónomas, se hace imprescindible. Es lo que hoy se denomina modelo bio-psico-social en medicina.

La correcta distribución y utilización de los recursos disponibles hace necesario un ejercicio de solidaridad y generosidad por parte de todos los estamentos sociales, que deben asignar al colectivo de ancianos y discapacitados la misma importancia en cuanto a la atención de sus necesidades que el resto de la sociedad, pero también un mayor requerimiento asistencial por su situación de dependencia creciente.

La cualificación profesional

Por último, la formación del personal asistencial supone un reto importante para que se alcancen los niveles de competencia necesarios que la compleja situación requiere.

Quizá en ciertos ambientes profesionales puede parecer más atractivo el ejercicio de la medicina sobre pacientes que representen altas expectativas de curación o rehabilitación. El resultado que supone recuperar la salud parece suponer una potente motivación para el clínico.

Según esta visión, la dedicación del profesional que trata y acompaña la ancianidad o la discapacidad, no se verá recompensada por la recuperación de la salud o la autonomía perdidas, lo cual puede resultar desmotivador. Esto puede derivar en considerar el cuidado del anciano como un asunto de menor importancia, que requeriría una inferior cualificación profesional que otras especialidades médicas.

Lejos de ser así, y dado que dignidad y salud no andan a la par, la atención del anciano hace necesaria una suficiente comunicación entre los profesionales y las especialidades médicas y sanitarias, de modo que la creciente especialización y tecnificación reviertan en una mejora en la calidad asistencial, y no en el ejercicio fragmentado y descoordinado de superespecialidades que pierden de vista la globalidad que supone la persona atendida, lo cual les resta eficacia.

Por otra parte la complejidad de las patologías que se presentan en esta etapa, hace necesaria una preparación suficiente de los profesionales, no inferior a la de otras especialidades médicas.

No deben olvidarse dentro de estas especialidades a coordinar aquellas que atienden las necesidades psicológicas y espirituales del anciano o discapacitado.

La dimensión espiritual en la vejez y la discapacidad

Más allá de las expectativas que se depositen sobre cualquier persona, sean de orden físico, psíquico, espiritual o social, la vida humana posee valor intrínseco en sí misma. Y este valor no mengua según las circunstancias puntuales por las que esa vida transcurre.

La ancianidad y la discapacidad son un ejemplo de esto. Pero además, representan una ocasión privilegiada para acercarse a su verdadero valor: un ser que trasciende.

La dependencia, a veces total, y la cercanía de la muerte enfrentan a la persona a su realidad finita. La vida, la historia biográfica de un individuo, no puede gobernarse en todos sus términos. Tampoco la muerte, que no debe anticiparse ni pretender retrasarse indefinidamente.

La salud o la capacidad de autonomía vital, aun siendo bienes preciados, escapan del control absoluto del ser humano. Pretender lo contrario, y hay quien lo pretende, es alienarse de lo que la realidad muestra y enajenarse de lo que uno verdaderamente es.

Aceptar la vejez, con la dependencia y el sufrimiento que conlleva, o la discapacidad y su pérdida de autonomía, como una etapa postrera de la existencia, llena de significado y frutos, no es sino la verdad de la ancianidad.

La ancianidad y la discapacidad son tiempos propicios para la humildad. Y la humildad acerca a la verdad. La experiencia de limitación y dependencia de otros, es una indiscutible ayuda para el anciano que puede ir abandonando paulatinamente posiciones de poder, para identificarse más bien con lo frágil y débil. Pero lejos de devaluar su persona, esta fragilidad la hace más veraz, mostrando más nítidamente la verdadera realidad humana, criatura frágil y dependiente, que ha recibido la vida gratis y no la puede retener para sí misma.

Pero no es solo una oportunidad para sí mismo: el anciano merecedor de cuidados puede contribuir a acrecer la virtud de los que lo atienden. Es necesaria una actitud virtuosa para cuidar y acompañar a otro que difícilmente podrá retornar el bien recibido. Virtud y gratuidad, que alimentan la verdadera caridad, pueden y deben anidar paulatinamente en las personas que rodean al anciano y le procuran los cuidados que necesita. En esto consiste el respeto a su dignidad.

Por último, la vejez ofrece un lugar privilegiado para asomarse a la trascendencia, la vida perdurable, el amor más allá de todo, del que procedemos y al que volvemos.

La precariedad de la existencia en esta etapa representa un lugar de encuentro con el Creador, que ha querido experimentar todo sufrimiento, como constitutivo de la naturaleza humana. Así es una oportunidad para cooperar con la gracia, y experimentar su acompañamiento.

El sufrimiento y la soledad que lo acompaña son un lugar de encuentro y consuelo, donde Dios, que ha sufrido en Cristo, y conoce todo sufrimiento, consuela y llena de sentido una etapa fecunda de la existencia. Fecunda para el que se prepara para partir definitivamente pero también para los que lo acompañan y quedan aquí por un tiempo, que a través del contacto con la ancianidad y el sufrimiento, pueden aprender a pensar más en el fin último de las cosas que hacen que en la satisfacción de la necesidad inmediata.

Fuente: Observatorio de Bioética

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